Fotografía: Luis Ávila
"A ti, ¿qué te hace querer irte?". Esa pregunta la utilicé para enganchar a la gente en conversación cuando lancé Nómada Temporal, un libro de crónicas que comienza en Phoenix, en un momento de desesperación después de salir de una relación romántica importante en mi vida, y de que mi casa fuera saqueada por segunda vez. Esa noche, herido por el ultraje, en silencio, y sentado en un sillón de la sala, recuerdo haber sentido la necesidad de irme, de salir corriendo, aunque fuera temporalmente y con el privilegio de poder regresar.
Todos tenemos momentos de querer escapar. Ese es el detonante de la migración, ausentarnos de algo, e ir hacia algo mejor.
Creo que la mayoría de los inmigrantes podemos recordar la razón por la que nos fuimos. Algunos tal vez intentamos borrar la memoria, o puede ser que hasta nos mintamos sobre las razones por las que salimos de nuestros lugares de origen. ¿Por qué fue que nos desenraizamos?, dejamos relaciones, tradiciones, olores, memorias. Todo con la esperanza de vivir mejor, como creadores de ciencia ficción, imaginándonos futuros que todavía no existen y caminando hacia ellos.
Yo recuerdo muy claramente cuando decidí partir. Vivía en el centro de México, y todos los fines de semana salíamos con mi familia a ver el béisbol. Mi papá y un grupo de amigos tenían un equipo que jugaba en ligas llaneras, en pequeños pueblos donde el rey de los deportes tiene seguidores aguerridos, donde la gente come cueritos, toma cervezas y le grita al umpire groserías y bromas.
Al final del juego, ganaran o perdieran, los jugadores compraban cartones de cerveza y tomaban hasta que anochecía. Todos con sus uniformes manchados, y los ojos brillantes del cansancio y el alcohol. Dado a que era domingo, mi mamá insistía en que regresáramos a casa para que fuéramos descansados a la escuela. La alegata entre ella y mi papá siempre comenzaba ahí, en cuándo irnos. Yo era un adolescente, así que me gustaba pasar tiempo con los jugadores. Me mandaban a comprar a la tienda, me quedaba con el cambio, escuchaba conversaciones de adultos, aprendía más del béisbol. Para mí, era mejor estar ahí que irnos a dormir temprano, pero siempre había un momento en el que yo sabía ya era hora de irse. Mi papá se ponía terco, alzaba la voz, y en ocasiones nos hacía pasar penas con sus arranques violentos.
Una de esas noches, después de una larga discusión, mi papá manejaba el auto de regreso a casa. Era más de una hora de camino, y en el asiento de atrás mis hermanos dormían. Yo, en el asiento detrás del piloto, mantenía los ojos cerrados, notando lo tenso del momento. Mi mamá le pedía que se detuviera, que venía muy ebrio y nos ponía a todos en riesgo. Él la insultaba y le decía que se callara. Las cosas escalaron, y solo escuché la cabeza de mi madre golpear la ventana del auto.
No era la primera vez que era testigo de violencia intrafamiliar, pero era la primera vez en la que yo ya no me sentía un niño. Golpeé el asiento de enfrente con las piernas y los brazos. Una rabia tan intensa me invadió el cuerpo que no premedité mi reacción. De la garganta me salió un tipo de grito ronco, coraje casi primitivo. Mi padre se exaltó, el carro se desvió, y mi madre me pedía que me calmara. En la conmoción, el carro se descontroló, y entendí las posibles consecuencias mientras veía el suplicio en la cara de mi madre.
El resto del camino había un silencio abrumador en el auto. El susto había hecho que mi papá se calmara, mi mamá guardaba la calma, y yo sentía una mezcla entre el miedo y la osadía. Ya no era un niño, podía enfrentar a mi padre; sin embargo, las posibilidades de confrontarlo físicamente no eran buenas para mí.
"O lo dejas tú, o los dejo yo", recuerdo haberle dicho a mi madre, sentados en la cama de mi cuarto y con los ojos hinchados de llorar. Esta es mi memoria, aunque no sé cuánto de ello es verdad, o cuánto es un intento de sanar lo que pasó esa noche. Fue ahí cuando decidí irme. No fué la razón por la que me fui; detrás de esa violencia había desesperación. Detrás del hartazgo había oportunidad de cambiar mi vida, de irme a vivir con una tía, asistir a una universidad extranjera.
En menos de un año, yo llegaba a Phoenix. Me había despedido de amigos, de la ciudad en la que viví los años más formativos, el lugar donde me inventé sueños y exploré posibilidades. Dejé atrás todo lo que pensé que llegaría a ser, y llegué a un nuevo lugar a reinventarme. Como tantos otros migrantes, llevándonos lo que podemos y dejando tanto atrás.
Todas las historias de migración son distintas. Las razones por las que partimos y las razones por las que nos quedamos. Pero cada historia tiene momentos de desesperación, de sueños y de llegar a realidades siempre distintas a las que nos imaginamos. No será en esta práctica, pero podría escribir un libro sobre lo que se siente ser inmigrante y querer ajustarnos a nuestro nuevo hogar.
Uno de los primeros ajustes fue entender que no todos los que vivimos de este lado, aunque vengamos de países del sur, tenemos la misma perspectiva del migrante que nos sigue. Llegué a Arizona, el estado más antiinmigrante del país en aquellos días, y pronto comprendí que algunos de los que nos odiaban tenían el mismo apellido que yo, y que mis amigos. No la mayoría, de hecho, una minoría, pero siempre era un shock encontrarme con comentarios antiinmigrantes de gente que había llegado unos años antes que yo. Eso de entrar y cerrar la puerta detrás es cierto.
En 2004, por ejemplo, los votantes de Arizona aprobaron una ley en la que negaban servicios públicos a personas indocumentadas. El 40% de la población latina había votado a favor de esta ley. Ya sé que no todos los latinos son inmigrantes, pero duele saber este hecho. Hoy en día, videos en medios sociales muestran a personas con acentos latinoamericanos apoyando a candidatos anti-inmigrantes y pidiendo que se militarice la frontera. De la boca de amigos y familiares, he escuchado que los migrantes que vienen son distintos, criminales tal vez, no con las mismas intenciones que ellos tenían cuando llegaron aquí.
Estamos viviendo momentos en los que todos aquellos que hemos emigrado a este país debemos tomar conciencia de lo que sucede. Ya sea que entraste con pasaporte, en avión, por tierra o en balsa, todos los que llegamos aquí tuvimos razones que nos hicieron irnos, y esas razones son las mismas por las que la gente sigue viniendo: falta de oportunidades, un escape de la violencia, el reencuentro con un ser querido. Todos tenemos razones que sobrepasan el deseo de seguir perteneciendo, de quedarnos donde conocemos, cerca de los que queremos.
Ese clima de odio anti-inmigrante que vivimos en Arizona se ha esparcido a nivel nacional. Su máximo exponente, el candidato republicano a la presidencia, Donald Trump. Del otro lado, un partido Demócrata que no resuelve, que lleva décadas prometiendo y aún no entrega nada.
En este vaivén político, los nuevos inmigrantes son personajes de una obra de teatro, personajes que definimos con la poca información que vemos en las pantallas, poblaciones enteras que son juzgadas por los comentarios de alguna persona ingrata o confundida.
Al final de cuentas, los nuevos migrantes, nosotros, y los de antes que nosotros, hemos sido víctimas de gobiernos corruptos, violentos y miopes, que no han hecho su trabajo de generar oportunidades para sus pueblos. A su vez, Estados Unidos se jacta de ser un país de leyes y principios, administrando un sistema migratorio arcaico, parecido al show de Netflix, Squid Game, en el que solo los fuertes o la suerte de la persona los hace merecedores de entrar a trabajar al país, ganando lo mínimo, sin posibilidad de salir de las sombras, pero con la obligación de vivir agradecidos para siempre, volteando atrás y pensando en los que vienen como inferiores, distintos.
Solo así funciona este sistema, creando divisiones entre nosotros, odios que alimenten la necesidad de vivir enemistados. Así fue con nuestros antepasados, los que se unieron al colonizador y lo siguen haciendo con sus herederos, viviendo siempre al servicio del poder, pidiendo entrada a su mundo de privilegios y haciendo notar lo distintos que somos de los que vienen detrás.
Pero no basta con reflexionar sobre por qué nos fuimos, y ser empáticos acerca de por qué vienen los que llegan. También es necesario utilizar nuestro poder político y posición social para luchar por el prójimo, para que el sistema no solo resuelva los problemas de los que ya llevamos años aquí, sino también los de los que llegan y los que están por venir.
La economía de este país es vasta, la población envejece sin la entrada de migrantes, y la imaginación y el trabajo de estas comunidades han hecho de este país un mejor lugar para vivir. Pero hay una minoría que ve el influjo de personas distintas a ellos como un reto, e incluso llegan a describirlo como una invasión, cuando ellos llegaron igual, en barcos y aviones, con caras asustadas y agarrados de sus hijos y pocas pertenencias. Esta minoría está intentando dividirnos, metiéndose en nuestras conciencias sin ser cuestionados, creando división para favorecerse a sí mismos.
Es momento de alzar la voz, de no permitir injurias o desinformación entre amigos y familiares, de apoyar a organizaciones que brindan ayuda a comunidades migrantes, de contar nuestras historias, hacer espacio para que los recién llegados cuenten las suyas, y de construir un muro, pero contra la injusticia y las narrativas anti-inmigrantes.
Nada es estático. Como dijo Octavia Butler, “la única verdad duradera es el cambio”. Y este país va a seguir cambiando. Si nosotros queremos, para bien. Así como alguna vez salimos de nuestras tierras e imaginamos un futuro mejor, así podemos imaginar lo que viene, no solo para nosotros, sino también para los que nos siguen.
Me encantaría leer acerca de lo que has escuchado de otros acerca de este tema. ¿Cómo ves las tendencias migratorias de hoy?.