Fotografía: Óscar Muñoz. Aliento [Breath]. 1995. Espejos metálicos, serigrafía con grasa.
Nací con un agujero en el paladar. Un hoyo negro devorador de estrellas, del viento que llevan las palabras al hablar. Una casa sin techo por donde se escapaban las erres, las eses, las tes.
“Papapapapa”, me decía mi padre mientras manejaba una noche. “Inténtalo, yo sé que tú puedes”. Pero no podía; la resistencia de la parte superior de mi boca era inexistente.
Con el tiempo aprendí los trucos para ponerle riendas a las palabras, para tapar el hoyo con la lengua, con un chicle o, al final, con un paladar de plástico hecho en Guatemala.
En mi cabeza siempre fui una persona clara; el lenguaje de la conciencia nunca fue estropeado por lo que faltaba en la boca o fuera de ella. La palabra hablada era un intento, una prueba de valor y resistencia.
A los quince años, unos cirujanos cubrieron mi herida natal. De la cadera extrajeron el hueso que formó el andamio y, con la carne, amasaron el estuco que dio forma a la bóveda bucal.
Recuerdo el día en que pude tocar el cielo con la lengua. Minutos después, intenté subir a la cima más alta, alcanzar lo que nunca había logrado. Como un auto viejo al arrancar, exhalé con fuerza para que la lengua se moviera como un rehilete, creando una erre. Rrrrr… Qué sonido tan complejo. Aunque aún era débil, sonreí al escucharlo, decidido a aprender cómo viviríamos juntos hasta el día en que ya no pudiera hablar más.
En la adolescencia, la lengua se convirtió en un arma punzocortante. La usaba contra cualquiera que viera en mi confianza una amenaza. Viví siempre calculando, adelantándome, cuadriculando la respuesta a un ataque que aún no existía.
Con el tiempo, ya cabalgando con todas las letras del abecedario y sus combinaciones, la palabra se convirtió en mi sustento, en la forma de ganarme la vida: teatro, radio, discurso, asesoría. “Tú te dedicas a hablar”, me dijo una compañera una vez.
En la migración se abrió un nuevo horizonte de palabras. Un idioma sajón me invitó a conocer otro mundo, ofreciéndome la inclusión en su experimento de siglos en práctica, uno que expulsa e incluye según el uso de su lengua, según qué tan parecido suenes al centro creador de la identidad estadounidense. Si no encajas, no eres. Y si no eres, no existes.
Primero le traducía a mi madre, luego a inmigrantes en iglesias y a abogados que buscaban demandantes contra el hostigamiento y el racismo. La lengua era un conducto, una llave para acceder a espacios creados para aquellos como yo, los que aprendimos inglés, híbridos sociales que podemos entrar en el poder que da el idioma, la lengua franca del mundo.
En Estados Unidos somos más de 57 millones de personas que hablamos español. Después de México, somos la nación con más hispanohablantes del planeta. Pero, ¿quiénes somos los que hablamos español en este país? ¿Quiénes somos para este país aquellos que usamos el castellano?
Hemos sido muchos los que hablamos este idioma, y lo hemos hecho por mucho tiempo. Comenzó separando pueblos antes de la llegada del Mayflower. Esta lengua, que venía de más allá del océano, fue utilizada para el control y el genocidio. Desde el Caribe hasta Tierra del Fuego, lenguas milenarias fueron desapareciendo para dar paso al idioma de Castilla.
Sin importar el color de nuestra piel, ahora llevamos un herraje en la lengua que nos hace creer que nos parecemos, que nos ha permitido compartir la historia de nuestras tierras y nuestra gente. Un idioma que hoy utilizamos 600 millones de personas en todo el mundo, producto de la curiosidad y la migración.
Y, al igual que el español está en todas partes, de todas partes venimos también. En Estados Unidos, el proyecto es arrebatarnos el idioma, tirarlo al olvido, dejar que se pierda. Pero la lengua es una entrada al otro y, aunque a veces sea precario, el español nos ayuda a conectarnos. En nuestras voces entendemos nuestra procedencia, el privilegio del otro y hasta su necesidad. Usando las palabras que nos trajimos al salir, hablamos un idioma que solo existe aquí, que solo reconocemos a través del filtro de la nostalgia.
El imperio quiere hacernos olvidar al otro, que dejemos de entendernos, de recordarnos cómo nos arrancaron los sueños en esta o en la última década. Mantener este idioma colonizador es un acto de memoria y rebelión en este país, un esfuerzo por no olvidar nuestras historias, desde la Patagonia hasta Puerto Rico, haciendo de la lengua el cordón umbilical de nuestra identidad.
Conforme transcurre el tiempo, el inglés toma espacio como la humedad en un edificio viejo. El español se va desmoronando, reducido a restos que arrastra el viento. Como una invitación a sobrevivir, a avanzar, el imperio nos dice que el español no pertenece, que habrá que erradicarlo si queremos acceder a otra clase, aquella que nos haga invisibles, homogéneos, peones del imperio.
Aquel que lo trasgreda, aquel que intente hacer del idioma campesino, del idioma trabajador, el idioma de la conciencia o la lucha, será castigado. La lengua es una frontera, una que ya no solo divide el norte del sur, sino un muro que ahora habita en la psique de los estadounidenses por todo del país. Al hablar español, nuestro estado migrante queda en evidencia, nuestro estatus de extranjero es evocado, nuestra falta de pertenencia confirmada.
Millones de nosotros ya habíamos venido aquí antes de que se inventaran las fronteras y de que se levantaran muros. Viajábamos por el desierto y las aguas cuando esto aún no era un país. Desde antes de la memoria, hemos intercambiado nuestras creaciones y hallazgos. Siempre hemos estado en movimiento.
Pero un grupo de alquimistas sociales, personas que creían en lo fantástico como realidad, inventó el concepto de razas. Nos dijeron que la pureza residía en el ideal de la blanquitud, dueños de la belleza, la sabiduría, la eficacia y el emprendedurismo. Nos invitaron a vivir de su rebufo, a existir en servidumbre, a aceptar un destino evidente y manifiesto, uno que nos convertía en objetos, en mano de obra desechable si no conformábamos, si no volteábamos al otro y le hablábamos en inglés, ninguneando a quienes osaran usar el lenguaje como memoria, como lugar, como arma capaz de recordar y desmantelar sociedades.
La lengua es profecía, provocación, acto de resistencia y arraigo. Quienes la usamos, osamos soñar con un futuro que no existe y nos trasladamos para hacerlo realidad.
Con esta lengua seguiré luchando, no por reformas ni permisos, sino por la dignidad que nos merecemos como humanos.
Con esta lengua declararé lo que nos falta y acompañaré a quienes osen hacer lo mismo.
Con esta lengua rozaré el dosel y pronunciaré la eñe con la intimidad de una caricia.
Con esta lengua gritaré revolución, y la erre reverberará cual bandera en vendaval.
Con esta lengua seguiré escribiendo, abriendo espacios para leernos, para entendernos, para recordarnos y vernos.
Con esta lengua, con esta lengua, con esta lengua.
La Bella Práctica es un espacio para practicar la escritura, y esta semana exploré cómo escribir un manifiesto ensayístico. Me inspiré en varios libros y discursos, e intenté escribirlo todo de un jalón, editando con rigor pero publicando pronto, antes de que me ganaran las inseguridades.
Agradezco a quienes me comparten lo que escriben y los invito a que sigan haciéndolo. Me gustaría publicar a otras personas, especialmente a quienes viven en Estados Unidos. Así que, si te animas, compárteme: ¿qué harás tú con tu lengua? ¿Qué harás para luchar contra el esfuerzo de desaparecerla?.
Ayúdame compartiendo La Bella Práctica, ¡nos leemos pronto!
Gracias por compartirnos tu bendita vida!
Este texto me atrapó desde el primer momento! Fascinado con tu estilo y tu mensaje, espero leer más seguido cosas tuyas, Luis
Un saludo!