Crónica de un país en desconsuelo
El análisis que evitaba entre albariños y el Maestro Limpio
Foto: Diego Lozano
Llevo 60 días sin parar. Lo digo en un sentido literal, estos últimos dos meses de estar involucrado en la campaña presidencial han sido tan intensos que no he tenido un momento para contemplar, escuchar mis pensamientos, o, siquiera, hacer una pausa.
Llegué a San Antonio el viernes, diez días después de la elección. Vine a facilitar una capacitación para personas interesadas en lanzarse a cargos públicos, y siento que llego solo con la aviada. Mientras ayudo a otros a planear su próxima campaña, todavía no proceso los resultados de la última. Me siento dividido entre la inspiración que recibo de madres de familia y su compromiso implacable para defender a sus hijos desde posiciones de poder, y un cansancio que toca lo más recóndito de mi ser. Hasta mis átomos parecen aletargados, vibrando con una lentitud torpe, como si hubieran recibido un golpe pero siguen cumpliendo su trabajo.
Después de nueve horas y media de dinámicas y presentaciones, y cargando la gravedad de mi ser, salgo con hambre y ganas de un par de tragos. Podría regresar al hotel y caer rendido en la cama, sería lo más sensato, pero la serotonina y la intuición me dicen que no. Una buena comida y un trago se sienten como una mejor antesala a los brazos de Morfeo. Recargar la oreja en la almohada así nomás, sobrio y hambriento, parecería una derrota más en esta racha de debacles.
Recojo mi mochila preparándome para salir, y los organizadores me preguntan qué haré en la noche. “¿Saben de un buen lugar para tomarse un trago y comer rico?”, les pregunto con ganas de que nadie quiera unirse. Me recomiendan The Pearl, un zona de la ciudad con una buena oferta culinaria y coctelería. Apunto un par de nombres y salgo a con los pies arrastrando, pero con ganas de orear al alma.
Camino por el distrito, obviamente de moda. Veo estudios de pilates, tiendas de accesorios para mascotas y luces navideñas que alumbran árboles manicurados, dándole al lugar una atmósfera cálida. Por dentro, me siento podrido. Una sinusitis espesa nubla mi rostro, y la normalidad de la gente disfrutando su sábado por la noche me resulta casi cruel. Desde el 6 de noviembre, mi mente clasifica a los extraños que cruzan mi camino. Mi ser va decidiendo quiénes votaron por Trump y quiénes no. No es útil, ni deliberado, es mi subconsciente buscando protegerse, presumiendo un juicio mordaz.
Llego a un restaurante estilizado, digno para una cena de conmemoración al cierre de un ciclo. Así veo este momento, una oportunidad para pensar lo que ha pasado, y por lo menos imaginar lo que podría venir. Una barra grande al fondo tiene dos asientos disponibles. “¿Tienes reserva?”, me pregunta un joven con un rostro delineado a la perfección. “No, pero vengo solo”, respondo. Frunce los labios, revisa su iPad y, con la luz reflejando el bilé, levanta la ceja y me indica que lo siga.
Cenar solo en un restaurante cuando viajo es casi un hábito. Suelo pedir una asiento en la barra, llevo un libro bajo el brazo y platico lo justo con el bartender para sentir algo de compañía. En esta ocasión el lugar está lleno, así que pido un vino, y noto los hombros todavía tensos. Respiro profundo, ajusto los pies en el descanso, y abro mi libro.
El asiento a mi lado está vacío, pero en el siguiente hay un hombre de unos cincuenta y tantos. “I love her books”, dice en inglés. No es común que extraños me hablen durante mis cenas itinerantes. Levanto la vista con un tanto de pesar y noto que a su lado hay una pareja, pero él está solo. Otro solitario, pienso. “Sí, es buena escritora”, respondo mirando la portada del libro. “Leí su última novela, ¿qué tal está esta?”, su sonrisa alimentada por un par de tragos. Mi cerebro entorpecido reconoce que la respuesta decidirá el rumbo de la noche: un simple, “it’s good” cerraría la conversación, pero una descripción más elaborada podría abrir la puerta a una cena con un extraño.
Se le dice anosmia a la pérdida total, permanente o temporal, del sentido del olfato. Aunque los exámenes de COVID siguen saliendo negativos, llevo más de una semana guiando mi paladar entre salados, ácidos y dulces, como navegando una habitación oscura en la que los alimentos han perdido su color y su complejidad. Así que no me cuesta mucho pedir el platillo fuerte, y, sabiendo que solamente el alcohol aún vibra en mi cuerpo cansado, comienzo a tomarle sorbos a un vino recién servido.
“¿Es mexicana, verdad?”, me pregunta en inglés el pelón de al lado. Mi cerebro taxonómico nota que lleva una camisa blanca, los brazos cruzados, y sonríe viéndome a los ojos. Me recuerda al Maestro Limpio, y lo comienzo a clasificar: “hombre blanco, posiblemente straight, de Texas. Seguramente votó por Trump”. Pero entonces mi consciencia refuta: “lee a una autora mexicana, parece querer conversar conmigo, no deportarme ni hacerme daño... no, no creo que haya votado por él”. Mi cerebro en modo supervivencia, buscando razones para confiar o temer.
Trump ganó de manera avasallante. Siendo un personaje tan deplorable, es lógico que queramos encontrar culpables para explicar los resultados de las elecciones. Muchos buscamos alguna certeza de lo que sucedió, y hay otros que hasta apuntan a culpables: los hombres, la gente sin educación formal, las élites académicas, los demócratas, Biden, los Latinos. Todas las acusaciones me parecen un ejercicio del ego y, a la vez, todas ellas parte de un sistema que perpetúa estas realidades.
“¿Ya habías venido aquí antes?”, pregunta mi vecino justo cuando cierro un capítulo del libro.
“No, es mi primera vez. Vivo en Phoenix”, respondo. Noto que viene un mesero con lo que parece mi platillo, así que comienzo a hacer espacio. “Ah, the fish. It's delicious!”, comenta. Tomo la servilleta y la pongo en mis piernas, preparándome para comer. En cuanto doy el primer bocado, me cuenta que es ingeniero mecánico, que nunca ha visitado Phoenix, pero que ha estado en Tucson. Me habla de los hotdogs sonorenses que probó y de haber hecho un hike en el Cañón Sabino.
Para el segundo vino, mientras me limito a responderle con yeses y nos, me dice ser un aficionado de la cultura mexicana y me pregunta de dónde soy originario. Le cuento que nací en Sinaloa, y me dice conocer Mazatlán mientras termina su postre. Mi agotamiento me delata con un bostezo, y él se queda callado. “Discúlpame por hablar tanto, te interrumpí la cena”, me dice con poca sinceridad. “No worries”, le respondo, intentando ser cordial. “No sabes… no puedo expresar lo mucho que lo siento”, dice en un tono serio. Mi rostro se frunce, confundido. Me corren por la cabeza escenarios buscando a qué se refiere. “I'm sorry that Trump won”, dice en voz baja, intentando que solo yo lo escuche. Esta vez me habla sin sonreír, y no entiendo por qué me ofrece esta apología, pero es evidente que es una culpa que lleva cargando unos días, y justo encontró a la persona con quien confesarse o delatarse. “No tienes por qué sentir pena por mí”, respondí. “I'm sorry for all of us.”
Nadie sabe lo que será el próximo gobierno de Donald Trump, pero lo que es claro es que será un gobierno sin límites de poder. Las tres ramas del Estado: el Congreso, que hace las leyes; las cortes, que las ratifican; y los administradores, que las ejecutan, son ahora herramientas de un hombre narcisista, caprichoso y con evidentes sesgos contra poblaciones vulnerables. Sumado a esto, el nuevo presidente le debe mucho a los sectores económicos más poderosos de la sociedad estadounidense. Aunque, legalmente, su mandato será de cuatro años, es evidente que los cambios en las políticas públicas los sentiremos por generaciones.
“Mi padre y mi hermano votaron por él”, me dice el Maestro Limpio con cara de decepción. La barra está casi vacía, aunque el restaurante sigue concurrido. Él toma sorbos de un old fashioned de higo, y yo voy en el tercer albariño. En realidad, no me interesa quién votó por quién en su familia, y se lo digo. “No sé por qué nos sorprende tanto que haya ganado, cuando todos sabíamos de los muchos que lo apoyaban. Tú sabías quién en tu familia, yo sabía que los hombres en mi comunidad. Ya sabíamos que era posible, ¿y ahora nos hacemos los sorprendidos?”, le pregunto, ya sazonado por el alcohol. “Are you surprised about Latinos?”, me pregunta con cuidado.
No me sorprendió el nivel de apoyo a Trump de parte de los Latinos. Es algo que ya sabíamos desde antes de que la primera persona votara en este país. Nos lo habían dicho las encuestas y nuestros familiares; lo sabíamos posible. Somos una comunidad inmensamente diversa, y entre nosotros hay quienes se benefician al distanciarse de sus raíces, de sus fenotipos, de sus condiciones legales en el país. Al mismo tiempo, la campaña demócrata no tuvo una respuesta a la pregunta económica, y el partido lleva más de 20 años prometiendo una reforma migratoria que nunca ha entregado. El hecho de que seamos Latinos, o siquiera inmigrantes, no puede ser utilizado como una presunción de nuestros valores. Recordemos que muchos emigramos porque queríamos una mejor vida, pero eso no significa que buscáramos un mejor sistema social.
Un hombre mexicano de pelo engominado, piel morena y camisa polo nos interrumpe para recoger nuestros platillos. El pelón me cuenta ahora de gente en su lugar de trabajo que llegó alegre al día siguiente de la elección. Veo alejarse al busboy y pienso en lo invisibles que somos cuando no estamos sentados en la mesa del poder. Tanta gente que recoge nuestros alimentos, construye nuestras casas y cría a nuestros hijos que parecen completamente invisibles.
“A mí la verdad me interesan poco los Latinos de momento”, le digo, un tanto cínico. “Lo que más me preocupa es el temor con el que vivirán las familias de estatus mixto, la gente que no pudo votar por no ser ciudadanos, pero que fueron protagonistas de la elección”. Estoy ebrio, ya no puedo seguir la plática. La impaciencia me invade, y verme en un restaurante de luces tenues, platicando de la gente que cocina y limpia detrás de las paredes del restaurante donde comemos, me recuerda lo desconectado que estoy de la realidad.
Pido la cuenta, y mi compañero de cena se despide ofreciéndome aliento una vez más. Una parte de mí agradece su empatía, pero la otra, la impaciente y en duelo, se retuerce de coraje. “¿Qué hiciste?”, quise preguntarle, “¿Qué hiciste para detener esto?”. Lo veo salir por la puerta mientras firmo la cuenta y me hago la misma pregunta: “¿Qué hicimos? ¿Qué haremos para sobrevivir esto?”.
Camino sonándome la nariz, molesto por haber seguido mi intuición y terminado platicando justo de lo que he estado evitando. Aceptar que me siento traicionado en este país, que, sin importar las palabras de apoyo, el resultado me hace dudar de las personas que lo habitan. Que la empatía de otros me hace sentir incómodo porque no soy víctima, porque somos guerreros y aportamos mucho más de lo que se nos otorga, y lo seguiremos haciendo. Pero también porque siento una rabia tan profunda que podría considerarse ancestral, porque reconozco que tal vez este momento es la norma y no la excepción, y eso me recuerda cuánto nos falta por ganar, por avanzar, por nosotros y por nuestros futuros.
Regreso después de una pausa a la Bella Práctica, y aunque no sabía de que escribir, mas bien no sabía que decir, me atreví a compartir esto. Una crónica de un viaje, nacida entre el alcohol y una platica con un extraño, un terreno familiar para mi práctica de escritor.
El futuro será incierto, siempre lo ha sido, pero en estos momentos, esta plataforma, este ejercicio de escribir, es más necesario que nunca para mi sanidad, para mi deseo de fortalecer vínculos, de prepararnos para lo que viene, y procesar los cambios que vivimos.
Volveré a recoger la práctica. Aunque aún no sé si semanalmente al inicio, por lo menos regresaré a la escritura y a compartir. Espero que ustedes hagan lo mismo y podamos encontrarnos entre ideas e historias.
Les agradezco inmensamente por leerme y espero que las palabras nos hagan reír, soñar e imaginar los mundos que queremos.