El Gran Cañón, inmenso y abrumador
Las lecciones de reaccionar a los retos y reafirmar nuestros propósitos.
Fotografía: Luis Ávila
“¿Alguien en realidad ha visto el Gran Cañón?”, pregunta el autor Tom Zoellner, “A primera vista, el barranco asalta la mirada con detalle y color, abrumando la capacidad de la mente de enfocarse en algún punto específico. Es un desastre parecido a un pastel arruinado”, nos describe en su libro Rim to River.
Así es como percibía yo el Cañón del Colorado junto a familiares y amigos a lo largo de los años: un lugar esplendorosamente abrumador. De vez en cuando, a petición de personas que visitaban Arizona, conducimos casi cuatro horas, contemplamos el hoyo durante unos minutos, tomamos fotos, damos un paseo para explorar otros ángulos, luego más fotos y finalmente regresamos al auto. Nunca supe que se podía experimentar más del cañón, que era posible descender hasta lo más profundo. No había motivo para conocer estas cosas; nunca tuve un interés en aprenderlas.
Hace unas semanas, gracias a un viaje hasta el fondo del barranco, comprendí la majestuosidad del lugar. Aún más importante, redescubrí el poder de tener un propósito en momentos difíciles.
El Río Colorado, al fondo del cañón, ha estado erosionando la piedra por millones de años, y el caudal ha sido tan efectivo, que a lo largo de los siglos ha ido revelando capas de tierra que datan al inicio del mundo en el que vivimos hoy, tres mil millones de años atrás. Cada paso que descendemos por el cañón equivale a aproximadamente cien mil años, lo que nos permite observar la historia natural de la zona a medida que avanzamos. Se pueden ver conchas fosilizadas de cuando la región estaba bajo el mar, helechos que florecieron cuando el verde dominaba la tierra, y cada capa nos cuenta una parte de la historia geológica de la zona.
A medida que aprendía más sobre el cañón y su río, más me emocionaba la idea de llegar hasta sus entrañas. Al principio, consideré la posibilidad de descender en balsa, pero las excursiones suelen agendarse con mucha anticipación y son bastante costosas. Por lo tanto, decidí investigar si podía acampar en el cañón, de preferencia cerca del río. Así que el verano pasado me inscribí en una lotería que asigna 30 espacios en el campamento Bright Angel cada temporada, y aproximadamente un mes después, recibí un correo electrónico confirmando que me habían otorgado un lugar para acampar en el inicio del 2024.
Sin haber consultado a nadie antes, cuando supe que el campamento permitía hasta seis personas, le mandé un mensaje de WhatsApp a un grupo de amigos que viven en diferentes lugares y con quienes habíamos hablado de reunirnos pronto. Algunos respondieron, pero con el paso de los meses, cada uno fue excusándose hasta que solo quedamos mi compadre y yo.
A mi compadre lo conocí en Phoenix apenas unos días de haber llegado de México, hace más de 20 años, y desde entonces hemos cultivado una amistad sincera y profunda. Tengo el honor de ser padrino de su hijo, una responsabilidad que me tomo en serio, y que además ha hecho crecer nuestro cariño.
Aunque todos nuestros amigos se echaron para atrás, nos empeñamos en no cancelar el viaje. Nos habíamos comprometido, y aunque ninguno de los dos había hecho algo ni siquiera parecido a caminar durante horas hacia el fondo del cañón, acampar y luego regresar, nos pusimos manos a la obra. Decidimos con determinación bajar y subir, sin importar el tiempo que nos llevara. Nuestra meta era regresar sanos y salvos. Durante los fines de semana, salimos a caminar, amigos nos compartieron listas de qué llevar, y yo continué leyendo todo lo que pude sobre la historia del cañón y cómo descender de manera segura.
Unos días antes de partir, teníamos todos los preparativos listos y decidimos asistir a una clase de cómo hacer hiking en el Gran Cañón. Sentados frente al instructor, los dos nos reíamos apenados de la información que nos brindaba. Nos habíamos enfocado tanto en qué llevar y cómo mantenernos abrigados y seguros, que olvidamos prepararnos para los desafíos físicos y mentales de llevar casi 30 libras (más de 10 kgs) de carga a nuestras espaldas. Ni siquiera habíamos confirmado qué mochilas llevaríamos, y mucho menos habíamos intentado caminar con ellas.
Aunque disfruto correr para mantenerme en forma, no tengo mucha experiencia en el senderismo, y mucho menos en acampar. No crecí haciéndolo, y ya de adulto ha sido una excusa para escaparnos del calor o comer hongos en el bosque. Por lo tanto, no tengo mucho conocimiento al respecto, y mi compadre tampoco. Él es una personalidad de radio, trabaja muy temprano, incluyendo casi todos los fines de semana, y no ha hecho el hábito del ejercicio o de poner tienda de campaña en lugares recónditos.
Al salir de la clase, mi compadre sugirió invitar a su amigo David, un acondicionador físico más joven que nosotros, que podría aliviar la carga. Le dije que le preguntara si tenía el equipo necesario y que, si estaba interesado, se uniera a nosotros. Esta sugerencia, y el hecho de que David nos acompañaría en el viaje, probablemente nos evitó un buen susto.
El día del descenso fue un día perfecto. El sol había derretido el hielo del camino, y dado a que era invierno y muy temprano por la mañana, los senderos tenían muy poco tráfico. Bajamos a paso lento, cada uno con pesos que oscilaban entre las 20-25 libras en las mochilas, pero habíamos descansado y proyectamos llegar al río unas cinco horas más tarde.
Pero nuestros cálculos no fueron correctos. Mi compadre iba parando cada vez con más frecuencia. El peso de la mochila lo había cansado demasiado, no se había alimentado bien, y ya llevábamos más de siete horas de camino. Nos quedaban aproximadamente dos o tres más, y si se extendía, podía caer la noche.
En una de las paradas, David le ofreció ayudarle con su mochila. Me pasó un par de libras de peso, pero al final, el joven acondicionador bajó las últimas horas de camino con más de 40 libras a la espalda. Este acto de generosidad hizo una gran diferencia. Aunque mi compadre ya no traía carga, aún se veía mal, y llegamos a pensar que necesitaríamos rescate.
Llegamos al campamento cuando comenzaba a oscurecer. En la última parte del descenso tuve que preguntarle a mi compadre un par de veces si sí la iba a hacer. “Despacito, pero llego”, me respondió.
Esa noche, entre lo que parecían grandes rascacielos de piedra, dormimos junto a un riachuelo que conecta con el Colorado. Las estrellas parecían infinitas chispas de leche en el cielo negro, y mi compadre, David y yo, nos preguntábamos cómo íbamos a regresar. Según la parte más fácil era la bajada.
Al día siguiente nos despertaron los dolores musculares. Las pantorrillas y los glúteos habían trabajado duro, y sentíamos el cuerpo hecho pulpa. Decidimos mantenernos livianamente activos para evitar engarrotarnos, y metimos las piernas al agua gélida del Colorado.
Durante el día, planeamos lo que haríamos al día siguiente: Primero acordamos que el reto más grande era el peso, así que negociamos con alguien para que se quedaran con algunos de nuestros artículos de campamento. Mi compadre subiría solo con agua, y David y yo nos repartiríamos el resto.
Decidimos que íbamos a partir justo antes del amanecer. Teníamos un marco de 12 horas para subir, y como la bajada habían sido casi 10 horas, tendríamos que hacerlo de manera eficiente y parando solo cuando fuera necesario.
Nos comprometimos a parar cada 15 minutos, pero solo dos minutos y sin sentarnos. Parar cada media hora por cinco minutos, y seguir nuestro camino de inmediato.
Racionamos la comida por partes, y nos obligamos a comer alimentos altos en sales y proteína para darnos energía y retener agua.
Y por último, desarrollamos una formación en la que mi compadre estaría siempre al centro, y David y yo nos rotaríamos para animarnos, reírnos y mantener un ambiente relajado y motivante. Cantamos de Los Bukis, Los Acosta, y por supuesto, Pancho Barraza. El vocalista siempre fue David, mi compadre y yo los coros.
No comparto las intervenciones que tomamos como consejos, sino como una reflexión de cómo la preparación del viaje no fue suficiente para terminarlo. Aunque nos habíamos preparado para todo materialmente, fue la manera en que reaccionamos a los retos lo que me enseñó el viaje. Me di cuenta que ponernos el propósito de subirlo en un tiempo determinado, de conocer nuestras aptitudes y debilidades, y más que nada de hacerlo juntos, alentándonos y haciéndonos responsables de nuestros compromisos, lo que nos ayudó a terminar el ascenso en nueve horas. Lo más difícil, la subida, la hicimos con más energía que la bajada, sonriendo en medio de una nevada, y orgullosos del logro.
La bella práctica me ha dado un propósito cada semana, la de encontrar algo en lo que practicar la escritura por medio de la opinión o el ensayo. En realidad no me importa tanto si escribo bien o mal, o si soy poético o profundo, sino escribir lo que pienso y compartirlo rápido, sin attachments. Sin pensarlo mucho, ni intentando proteger mi ego.
En las últimas semanas he recibido un inesperado nivel de apoyo. El número de personas que se han suscrito al boletín es el doble del número que me puse de meta, y aún cuando no le he pedido personalmente donaciones a nadie, sus contribuciones me han hecho sentir con un propósito aún más grande de cumplir la meta. La de simplemente practicar la escritura, de que otros me compartan lo que piensan, o los anime a escribir también.
Y tu, ¿tienes un propósito de momento?. Más allá de la preparación, ¿cómo te mantienes motivado y responsable en tus compromisos?.
La noche de nuestro ascenso nos tomamos unas cervezas y nos reímos de las cosas que nos pasaron en el Gran Cañón. Nos prometimos seguir empujando los límites de nuestros cuerpos y mentes. Nos comprometimos a salir a tomar aire limpio y recordar lo pequeños que somos ante la majestuosidad del mundo natural.
El Gran Cañón es uno de los lugares más hermosos que he visto en mi vida, pero solo cuando lo pude ver desde adentro. Desde su inmensa y abrumadora belleza.