Ilustraciones: Isela Meraz
Esta semana voy a participar en mi primera residencia para escritores. Estoy inmerso en la creación de una novela, y la organización Seattle Escribe me ha brindado la oportunidad de escribir en un lugar llamado Mineral School por una semana. Es un gran privilegio recibir este apoyo, una oportunidad de avanzar en el proyecto, y me siento inmensamente agradecido.
Para cumplir con mi compromiso de compartir cada semana, se me ocurrió revisitar "Nómada Temporal", ya que algunas personas me preguntaron del libro. Así que les comparto un texto que recientemente volví a leer. Se trata de una crónica breve en la que relato mi experiencia de estar en la ciudad de Boston el día del ataque en el maratón de 2013. A pesar de que el tema salió una serie documental el año pasado, no pude terminar de verla porque me recordaba momentos de intensa incertidumbre y miedo, pero sí me ayudó a cerrar algunas preguntas que tenía, y en realidad les recomiendo la serie.
La semana que viene regreso con una nueva Bella Práctica, y de antemano les agradezco el apoyo y que sigan compartiendo los textos y sus opiniones.
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El tiempo de aquella bomba
Las sirenas resuenan como el aullido de lobos hambrientos, en busca de presas, alguien a quien señalar. En la televisión, las imágenes revelan papeles tirados, manchados de sangre. Al ampliar la toma, se vislumbran cuerpos dispersos por las calles y las aceras, personas de todas las edades que habían acudido a apoyar a familiares y amigos, seres queridos que participaban en el maratón de Boston.
Llego a la ciudad al mediodía. Al descender del tren que me lleva desde New Haven, Connecticut, me encuentro con un bullicio de transeúntes. Al principio, pienso que quizás se trata de una manifestación o un festival cultural. Sin embargo, pronto me doy cuenta de que se trata de un evento deportivo: el Maratón Anual de Boston, una de las carreras más importantes del mundo, en la que participan personas de todos los continentes.
Arrastrando mi maleta y con una mochila al hombro, intento abrirme paso entre la multitud. Observo a personas de diversas razas, con ojos de todas las formas imaginables y sonrisas que se iluminan bajo el espléndido sol. En Boston, se celebra el Día de los Patriotas, por lo que los niños no han ido a la escuela y muchos lugares de trabajo han concedido el día libre a sus empleados.
Mi destino se encuentra al otro lado de las vallas. Para llegar allí, debo rodear la festividad y encontrar una manera de cruzar la calle para continuar mi camino. Con cada paso que doy, comienzo a sumergirme en la alegría colectiva del momento, observando a las familias que, con campanas, animan a los participantes. Primero, aplauden a aquellos en sillas de ruedas y luego, poco a poco, a aquellos que corren con sus propias piernas.
Niños de todas las edades sonríen junto a sus padres; algunos están en carriolas, otros sentados en los hombros de adultos, pero todos comparten el deseo de disfrutar del día soleado, quizás con un helado, y de presenciar las diversas nacionalidades que participan, ya sea caminando o corriendo, en un evento que sitúa a la ciudad como una de las capitales mundiales para los maratonistas.
Todas las ciudades poseen un zumbido característico, como si un motor estuviera siempre en funcionamiento en su interior, otorgando vida a los edificios. En esta ocasión, el zumbido de Boston ensordece con las voces, las risas, los gritos y las porras.
Los edificios del centro de Boston proyectan sombras sobre los espectadores, especialmente los más cercanos a la línea de meta. A mi derecha, pasa un hombre con sombrero de vaquero, llevando consigo una caja repleta de banderas estadounidenses que ofrece a los que pasan a su lado. Les sonríe, les entrega la bandera de las barras y las estrellas y sigue su camino. Horas más tarde, vi a ese mismo hombre en los noticieros. La fotografía lo mostraba con una expresión de desesperación y determinación, sosteniendo fragmentos de una pierna en sus manos mientras empujaba una silla de ruedas con un joven cubierto de sangre.
Las calles de la ciudad de Boston están adornadas por árboles con flores rosa pastel. Este suave color contrasta con el rojo de los ladrillos y las barandas negras. Caminar por sus antiguas y hermosas calles, y observar cómo la gente anima a completos desconocidos, es una experiencia única.
Paso por un puente por el cual los corredores pasan por debajo, finalmente permitiéndome llegar al otro lado. Ya había caminado casi cuarenta y cinco minutos, deteniéndome ocasionalmente para tomar fotos y observar a los corredores.
Me alejo un poco de las vallas, pensando que tal vez así pueda encontrar un lugar para comer antes de llegar al hotel donde me hospedo. Sin embargo, la carrera me bloquea nuevamente, así que decido caminar por el lado de la calle que ya recorrí, esta vez en sentido contrario. A lo lejos, diviso banderas de muchos países, representando los lugares de origen de los participantes. Decido que ese será mi objetivo, para tomar algunas fotos.
En mi mente pasan varios pensamientos. Uno de ellos es lo extraño que me siento vestido con pantalón de vestir, suéter y zapatos, arrastrando una maleta en medio de un maratón, entre gente vestida con licras y camisetas ligeras. Me asalta el pensamiento de si acaso me pensarán sospechoso con mi carga a un lado.
Al llegar a las banderas, veo la biblioteca JFK justo frente a mí. Sé que será difícil cruzar debido al maratón, pero pienso que tal vez pueda comer allí y buscar un lugar tranquilo para escribir desde adentro. En ese momento, recibo una llamada telefónica de una compañera de trabajo. Ella me estaba ayudando a encontrar un hotel cerca de la oficina a la que debo ir al día siguiente, y me llama para darme los detalles. Tomo nota de la información mientras sostengo mis pertenencias con los brazos cargados, y después de colgar, inicio mi camino hacia el lugar donde me hospedaré.
Son alrededor de la una y treinta cuando recibo la llamada. Decido ir a dejar mis cosas en el hotel y luego regresar más tarde para unirme a las festividades.
Más tarde, en mi habitación, comienzo a escuchar sirenas, pero no son las habituales que se escuchan ocasionalmente; es una cantidad que nunca había percibido antes. Se dirigen hacia algún lugar, y en ese momento prendo la televisión. Me doy cuenta de que ha habido dos explosiones en el área donde recibí la llamada momentos antes. Observo las banderas que me atrajeron hacia ese lugar, los colores de los edificios a su alrededor, y entonces ocurre la explosión. Veo a la gente alejándose del humo, y a los policías corriendo hacia él.
Por unos minutos, mi mente intenta procesar lo que ha sucedido, pero me quedo mirando al suelo, repasando las imágenes y las personas que vi mientras caminaba por el maratón. Casi una hora después, todavía abrumado por la confusión y el miedo, los medios de comunicación informan sobre la presencia de más artefactos explosivos encontrados y una tercera explosión en la biblioteca JFK.
Los noticieros reportan tres muertos y más de cien los heridos. La seguridad se ha incrementado en todo el país y los medios especulan, como siempre.
Las razones, motivos o circunstancias totales de la explosión aún no se conocen. Lo único que sé es que las sonrisas, las porras y las risas se han esfumado, mientras que la sangre sigue ahí, impregnada en el pavimento.
Escribo en el undécimo piso de un hotel, con las luces apagadas y el televisor mostrando las mismas imágenes una y otra vez.