Foto: Diego Lozano
En las últimas semanas, he recibido comentarios de lectores y amigos sobre cómo han acogido La Bella Práctica. Algunos me han dado valiosas sugerencias, mientras que otros me han animado a seguir compartiendo por este medio.
Sin embargo, mis momentos favoritos son cuando la gente me agradece por escribir y compartir en español. Varios me han dicho que es lo único que leen en este idioma durante la semana. Saber esto me llena de nervios, porque siento la responsabilidad de no decepcionarlos, de esforzarme por compartir en mi lengua materna y de practicar la escritura desde un país donde hablar español es un acto de resistencia.
Cada semana, justo antes de publicar una nueva Práctica, releo el texto varias veces. A veces encuentro errores de ortografía o contradicciones, y eso me genera ansiedad. No es porque busque la perfección, sino porque siento que me falta soltura con el idioma, me siento deficiente, como si al escribir en español lo hiciera desde un rincón remoto de mi memoria, un lugar que me resulta familiar pero en el que las palabras que aprendí desde la infancia ahora comparten espacio con un huésped inesperado: el inglés. En ocasiones los dos idiomas se dan la mano, y en otras discuten entre ellos, y aunque me gusta expresarme en ambos, en esta temporada de mi vida estoy aferrándome al español.
Llevo más de 20 años viviendo en Estados Unidos y a veces puedo pasar días hablando exclusivamente en español, la mayor parte de mi jornada laboral es en inglés debido a mis responsabilidades profesionales. Consumo series y películas en inglés, aunque leo principalmente en español y tengo amigos con los que converso en una mezcla rica de Spanglish y slang sonorense.
En Estados Unidos, somos más de 42 millones de personas que hablamos español como lengua materna. Si añadimos a aquellos que lo hablan como segundo idioma, el número crece a 57 millones. Eso es más del 17% de la población del país. A pesar de estas cifras significativas, el contenido en español disponible para los que vivimos aquí es limitado, y en las principales plataformas (televisión y radio) suele ser monopolístico, unidimensional y miope. Claro, hay contenido de gran calidad producido en América Latina y algunos creadores excelentes en Estados Unidos, pero no es suficiente. Las experiencias de los hispanohablantes en Estados Unidos son ricas, complejas y diversas, pero la oferta de contenido no logra reflejar esa diversidad.
El lenguaje es lo primero que se pierde cuando una sociedad racializada intenta borrar los orígenes de su gente, ya sea para integrarlos por completo en el estrecho imaginario de la cultura dominante o para controlarlos mejor. En Estados Unidos, hablar un idioma que no sea inglés puede ser visto como antiamericano o como un acto de rebeldía contra la idea de integrarse a ser “Americano”.
Para los Latinos, la pérdida de identidad o la desconexión con nuestras raíces tiende a aumentar de generación en generación, casi siempre a través de la pérdida del idioma. Para la tercera generación, más de un tercio de los Hispanos en Estados Unidos ya no se identifican como tales, y muchos mencionan la falta de acceso al idioma como una de las principales razones.
Me irrita el juicio constante hacia las familias inmigrantes a las que se les culpa por no inculcar el idioma a sus hijo, en vez de enjuiciar al sistema que facilita su desaparición. Esta tendencia reciente de ridiculizar a los "no-sabo kids", burlándose de los jóvenes latinos en Estados Unidos por no dominar el español, es estupida. No solo genera rechazo hacia el idioma entre aquellos que tratan de aprenderlo, sino que también desanima a los jóvenes de practicarlo por temor al ridículo. En lugar de castigarlos, deberíamos fomentar su aprendizaje y celebrar su esfuerzo por mantener el idioma vivo. Es como si odiáramos en lo que nos convertimos en este país, y nos culpamos nosotros mismos.
Por ejemplo, la mayoría de los sistemas escolares en Estados Unidos parecen estar diseñados para eliminar el español desde la infancia. En otros países, el multilingüismo es parte de la política nacional, mientras que en estados como Arizona, el responsable del sistema escolar público quiere enviar policías a las aulas para patrullar el uso de idiomas distintos al inglés.
Imagínate, en la escuela nos dicen que hablar la lengua de nuestras familias no cumple con los estándares académicos del estado, y en casa se burlan de nosotros por no hablarlo lo suficientemente bien. ¿Entonces, a qué nos aferramos? ¿En qué espacios podemos abrazar el idioma que hablaban mis antepasados? ¿Cómo podemos interactuar con la memoria escrita, gráfica u oral de nuestras familias?
Algunos me dirán que el español es un idioma colonizador, y estoy de acuerdo. Por eso a veces prefiero llamarlo castellano, porque nos recuerda que es originario de una región de España, y no necesariamente del imperio en sí. Pero también me encanta lo que mi castellano se ha convertido: fronterizo por haber crecido en Tijuana, norteño y particularmente sinaloense porque es parte de mi herencia familiar. Además, soy pocho, y cuando viajo por países latinoamericanos, notan mi acento gringo y me hablan en inglés. Al principio me dolía, pero ahora no, ahora recuerdo que hablo dos idiomas, o quizás tres, la mezcla de mi lengua natal, el idioma que llegó y nunca se fue, y el que yo mismo he creado.
No abogo por la defensa del castellano en sí mismo, sino por el acceso a él y a los otros idiomas de nuestras familias. Por ejemplo, existen más de 90 idiomas uto-aztecas que se hablan desde El Salvador hasta el suroeste de Estados Unidos. Estas lenguas originarias, habladas por diversos pueblos, desde los Mexicas hasta los Yaquis, los Mayos, los Odham y muchos más, deben ser protegidas y promovidas, ya que son cruciales para la construcción de la memoria y la identidad de casi dos millones de personas. Poder entender una canción o conversar con un familiar es parte de lo que mantiene vivas a nuestras comunidades, aquellos que, con su esfuerzo, nos han traído hasta aquí.
Un gran ejemplo de resistencia lingüística son los boricuas. A pesar de que Estados Unidos prohibió el castellano, los puertorriqueños se aferraron a su idioma y siguen difundiéndolo a través de su música y otras artes. El escritor Carlos Vázquez Cruz me decía hace unas semanas: “Yo no escribo en inglés porque no pueda, sino porque escribir en español es un acto de resistencia”. Y eso es precisamente lo que intentamos hacer quienes vivimos aquí y producimos contenido en este idioma.
Pero no es solo escribir lo que constituye un acto de resistencia, también es leer en español, compartirlo con otros, discutirlo. Si te preocupa cometer un error, piensa que cada vez que superas ese temor estás desafiando a un sistema que quiere arrebatarte tu idioma. Si alguien se ríe de cómo mezclas tus lenguas, recuérdales que eres más que un idioma, que eres una amalgama de palabras y que sigues creando y tejiendo nuevas formas de expresión cada vez que te atreves a hablar desde la memoria o el corazón.
Agradezco que leas la Bella Práctica, que lo compartas con otros y que juntos formemos una comunidad donde podamos distribuir lo que creamos y pensamos. Nadie debe escribir para convertirse en un gran escritor; uno se convierte en un gran escritor porque siente la necesidad de escribir, y lo hace, así nomás.
Y tú, ¿sientes nervios cuando hablas o escribes en español? ¿Qué estrategias de resistencia utilizas para mantener viva tu conexión con el idioma?
Gracias por compartir esta página con tanta gente. Ha sido una gran satisfacción ver cómo nuestra comunidad crece cada semana y espero que podamos seguir creando juntos.