¿En qué pensamos cuando pensamos que vamos a morir?
El motor del avión se detuvo, y sobrevolamos el miedo.
Foto: Luis Ávila
En un vuelo de regreso a Phoenix escuchamos una explosión en el motor derecho del avión. Tras el estruendo, el sonido se convirtió en algo parecido al de una bobina que deja de girar, perdiendo velocidad. La aeronave se sacudió, pero siguió flotando en el aire con una leve vibración. Las maletas se agitaban en los compartimentos superiores, chocando y acomodándose de nuevo.
Uno de los sobrecargos corrió hasta la ventana derecha y se asomó; sus ojos alarmados nos decían que la situación no era ideal. Giró y se dirigió a toda velocidad al interfono junto a la cabina del piloto. Todos lo seguíamos con la mirada buscando explicaciones, y un par de personas intentaron detenerle para preguntarle qué pasaba. Les pidió que le dieran un momento, y con temor en el rostro y el temple de un burócrata, nos dió la espalda para conversar con el capitán.
Los pasajeros del lado derecho comenzaron a abrir las ventanillas. Algunos soltaron quejas de preocupación y un par intentaron bromear, nerviosos. Todos nos mirábamos con desconcierto y, sin saber lo que ocurría, noté por la ventana que perdíamos elevación, lenta pero definitivamente.
Mi compañera de asiento me sonrió nerviosa. La mujer de la fila posterior me preguntó en español qué sucedía, pero no sabíamos nada y sólo respondí que en un momento nos dirían.
Inconscientemente me ajusté el cinturón y me acomodé en el asiento, como si me preparara para estrellarme dignamente. Me pareció gracioso el gesto y me pregunté: ¿qué tal si muero así? Lo primero que percibí fue paz. No sentí tristeza ni temor. No me llegaron arrepentimientos ni juicios, solamente me sentí satisfecho con la vida que he vivido. No me pasaron por la mente imágenes del pasado, ni me invadió el terror. Solamente sentí paz.
Después pensé en mi familia, en que me extrañarían. Imaginé que sería muy doloroso si yo perdiera a uno de ellos así. Ahí me llegó el temor.
—Tin —sonó la bocina. —Soy el capitán, solo para decirles que perdimos el motor derecho y que estamos haciendo todo lo necesario para llegar con bien. Hemos pasado horas entrenando para momentos como estos y les pedimos que mantengan la calma. Vamos a aterrizar en St. Louis en veinte minutos.
La mujer de mi izquierda veía un episodio de The Office con los audífonos puestos, mientras una ola de murmullos se esparcía por la cabina. La pasajera a mi derecha cerró la mesita y me dijo, determinada: —Soy ingeniera, y me di cuenta de que algo le pasó al motor desde hace rato —me sonrió prudentemente—. Era como si un láser de chispas se desprendiera del ala.
No alcanzaba a ver, pero unas filas atrás una mujer comenzó a rezar en voz alta. La pareja de la fila posterior izquierda se tomó de la mano. –Soy una persona de fe– me dijo la ingeniera–, y estoy segura que vamos a estar bien.
Soy de esos agnósticos que, en momentos realmente difíciles, le hablan a dios. Pero en esta ocasión ni siquiera se me ocurrió. Escuchar a la gente rezar y la calma que mi vecina quería comunicarme me parecieron superfluos. Le agradecí la calma con que estaba tomando la situación e inhalé profundamente.
Le toqué el hombro a la puertorriqueña que me había pedido información antes y le compartí lo que el capitán había dicho. Su niña, que no entendía lo que pasaba, comenzaba a llorar por cansancio. Se encendieron las luces y todos los pasajeros empezamos a ajustar los asientos y mesitas, preparándonos para el aterrizaje.
Hubo de repente un silencio en la cabina; la vibración se detuvo y el avión pareció estabilizarse. Una sobrecargo sonriente caminó por el pasillo para asegurarse de que todos estábamos bien amarrados. —Ha sido un día muy largo. Voy a necesitar varios tragos bien cargados —dijo al pasar entre los asientos. Varios vitorearon la propuesta. Entendí que algunos pensaban que llegaríamos con bien. Su broma rompió el hielo y nos devolvió cierta cotidianeidad que calmó los ánimos.
Después de veinticinco minutos estábamos aterrizando con solo una turbina en funcionamiento. El tren de aterrizaje chocó fuertemente con la pista, y comenzó a desacelerar. Yo y un par de entusiastas aplaudimos prematuramente. No fue hasta que el avión se detuvo por completo que llegó la ovación.
Nos rodearon camiones de bomberos para asegurarse de que no hubiera peligro de incendio ni de que fuera necesario utilizar las rampas de emergencia. Minutos después, nos dirigíamos a la puerta de desembarque y, con sonrisas y ojos llorosos, comenzamos a bajar.
El personal de la aerolínea nos esperaba al salir, y mientras coordinaban nuevas rutas con algunos pasajeros, a quienes teníamos Phoenix como destino final nos avisaron que un nuevo avión nos recogería a las dos de la mañana.
Eran las siete de la noche y teníamos más de seis horas de espera. El aeropuerto era pequeño, con solo un par de vuelos en operación, por lo que estaba casi vacío. Solo un bar se mantenía abierto y más de ciento veinte pasajeros lo invadimos.
En la televisión se transmitía un juego de béisbol, pero nadie lo veía. De mi lado del bar, un improbable grupo de personas platicábamos de lo que acababa de pasar. El trauma que compartimos removió las complejidades que nos hemos inventado como sociedad. Por una noche, un adinerado jugador amateur de golf, un punk de tatuajes y pelo pintado, y un jovencito vestido de traje en camino a Las Vegas, y yo, compartimos nuestros temores, lloramos al hablar de nuestras familias, reímos de cómo reaccionamos al miedo y terminamos borrachos en extra-innings.
Esa noche nos olvidamos de la política, de la disfuncionalidad de nuestros compromisos sociales, de nuestras responsabilidades laborales. Con whiskeys y cervezas nos despojamos del ego y hablamos del miedo. Nos enteramos de que, aunque el hecho parecía inusual, la probabilidad de que un motor deje de funcionar es de 0,0008 %. Con más de 40.000 vuelos diarios en los Estados Unidos, algo así ocurre aproximadamente cada diez a catorce días. Nos pareció gracioso que fuera más común de lo que imaginábamos y, por enésima vez esa noche, brindamos por estar vivos, por la improbabilidad de la muerte.
A la una y media de la mañana, el jugador de golf me despertó. El bar había cerrado hacía más de una hora y la borrachera me tumbó en el piso, junto a la puerta de abordaje. –Ya estamos abordando brother– me dijo. Me levanté, le di las gracias y nos dimos un abrazo tambaleante.
Al aterrizar en Phoenix, volvimos a aplaudir. Esta vez celebramos que estábamos regresando a casa, que habíamos sobrevivido. En el camino hacia la salida, nos despedíamos de los otros sobrevivientes. Nos deseamos una buena vida, y supimos nunca nos volveríamos a ver.
Compartir lo que pensamos cuando creímos que íbamos a morir nos acercó como nada más hubiera podido. Por un día, un grupo de extraños se vulneró al ver la muerte de cerca y recordó que el temor es a perder lo que amamos, lo que realmente nos importa.
Esperando un taxi, antes de que coloreara el alba, saqué el celular y escribí: Por fin llegué. Sano y salvo ❤️.


