Foto: Banda de Música Recodo Mazatlán, 1938. Autor desconocido
Hace unas semanas terminé un manuscrito que tenía que entregar. Como era mi primera vez enviando algo así, me consumieron los nervios. Afortunadamente unos amigos me apoyaron con edición y recomendaciones, e hice lo debido. Lo entregué a tiempo y ahora a esperar. Ya les contaré cómo me fue.
He estado pensando en qué podría hacer para retomar el hábito de compartir por acá, y se me ocurrió traerles un tema que he tenido en la cabeza por meses, y que nació de escuchar el podcast Dolly’s América.
Esta es una serie producida por Jad Abumrad de Radiolab, que se acerca a la estrella de country posiblemente más famosa del mundo: Dolly Parton. Por medio de historias de familiares y entrevistas, Jad muestra la influencia que esta cantautora ha tenido en los Estados Unidos.
Conozco apenas un par de canciones de Dolly, pero sé que es un ícono cultural y una de las pocas figuras públicas universalmente respetadas y veneradas en este país. En tiempos de tanta división me he preguntado: ¿quiénes son las personas o figuras que todavía le hablan a una mayoría? ¿Quién podría ser una voz de la razón o una ventana a lo que está pasando en este país?
En uno de los episodios, Jad confiesa que le resulta extraño sentir una particular conexión a una de las canciones más populares de Dolly. Como hijo de inmigrantes que creció en Estados Unidos, al escucharla hoy, encuentra un reflejo cercano a la experiencia de sus propios padres libaneses.
My Tennessee Mountain Home cuenta cómo fue crecer en la sierra de Tennessee y los recuerdos de ese paisaje. Un lugar que parece estar en el pasado, lejano a la realidad tensa y exigente de hoy, de tiempos más lentos. Y es esto lo que hace que Jad piense en su padre y la manera en la que se expresa de su lugar de nacimiento. Un sentimiento muy parecido a lo que he escuchado de otros inmigrantes mexicanos en Estados Unidos cuando hablan “del rancho” o del lugar de donde son sus familias. Un sitio distante, creado por la memoria.
Esto es común en quienes nos desplazamos, algo que muchas culturas hacemos: compartir historias de lo que era ese otro lugar, cualquiera que sea, de la memoria de su aire, el agua, el ambiente, su gente. Creamos así una memoria oral, cosas que sabemos porque las escuchamos en las historias de otros.
Vengo de una familia de músicos de banda sinaloense. Es la música con la que crecí, la que busco cuando extraño lo que recuerdo de México o cuando necesito gritar con todo, de dolor o de alegría. Entre mis canciones favoritas están los corridos con banda, a los que vuelvo de vez en cuando para levantarme el ánimo. Tienen una fuerte dosis de testosterona (de esto más adelante), humor y una alegría desparpajada, que me hacen sonreír y, de alguna manera, conectar con un lado de mi masculinidad que no visito seguido.
Hace tiempo que quería escribir sobre el corrido, de su lugar en la cultura. Tenía apenas fragmentos, pedazos de ideas sueltas que sentía que no alcanzaban para algo más completo. Al mismo tiempo, haber dejado de usar la práctica me hizo regresar a la inseguridad de si tengo algo que decir o compartir, en vez de simplemente practicar e incitar a otros a que hagan lo mismo, y ya.
Así que siguiendo el espíritu de La Bella Práctica, de compartir sin pensar demasiado en si algo está o no “completo”, les ofrezco estos parches de una misma idea: la historia oral es parte de la experiencia humana y el corrido mexicano es una de sus manifestaciones. Censurarlo o criminalizarlo es una pérdida de tiempo. Los problemas de raíz que generan la violencia en México, y en todos los países en los que actúan organizaciones criminales, nacen de la ineptitud de los estados y de la impunidad omnipresente.
Lo que presento aquí son apenas tres fragmentos, ideas incompletas que en conjunto abren preguntas para hacerse en estos momentos. Esta semana les comparto un texto que surgió en el taller Transfronterizos de Ana Lissardy, donde exploramos la música dentro de lo que escribimos. El siguiente texto será una reflexión sobre la censura que enfrenta hoy el corrido mexicano, y cerraré con un corrido inédito en colaboración con un corridista profesional.
Me encantaría leer sus reacciones, ya sea en los comentarios o en un mensaje directo. Les agradezco el apoyo y ¡sigan recomendando La Bella Práctica a otros!
Que suene la tambora.
Nadie sabe dónde se originó la música banda. Son conjeturas todas.
Fueron los polacos los que trajeron instrumentos de sus tierras. Se los vendían a los mexicanos en el puerto… —asegura Don Ernesto Murrieta—
Armaban bacanales con el dinero que se ganaban. Y les gustaba la música….
Uy, esos vatos le dieron vida al carnaval de Mazatlán.
Don Ernesto dice que por las calles caminaban los nuevos músicos con sus instrumentos, soplando melodías que venían guardadas desde más allá del Atlántico…
La melodía era el trin-trin de las monedas sacudiendo el pantalón.
—Es un mentiroso —dice Don Pedro Bobadilla—
Los instrumentos fueron comprados por hacendados que mandaban a sus hijos a estudiar a las ciudades…
¡Fue el jazz el que inspiró a la banda! Las grandes orquestas de esos días…
…one, two, three, four….
¡N’hombre! ¡Regresaban locos!...
La cabeza repleta de ruido, de la urbe, claxon, silbido, iglesia, trombón…
Sus manos levantando objetos brillantes…
Al principio hacían el sonido de la urraca. Con el tiempo aprendieron del azulejo su son.
¿Qué importa de dónde salió esta música? Si del puerto o de la sierra, si la trajeron extranjeros o el dinero de hacendados.
Cuando en pueblos se levanta polvo al ritmo de la armonía,
tun-tu-tu, tun-tu-tu, tun-tu-tu…
…es inútil asignar proveniencias.
Cuando son las botas las que rompen el silencio…
las hebillas las que chasquean una canción...
Qué importa quién inventó lo que canta el ave.
* estos personajes son ficticios, inspirados por testimoniales del libro “Que suene la tambora”, de Helena Simonett