Foto: Evan Storey
Mi familia es del norte de México, una región que siempre ha sido apasionada por el béisbol. En campos de tierra por todo el norte, cada fin de semana se juntan equipos, marcan líneas con cal, se ponen sus tacos y juegan al rey de los deportes.
Mi papá a menudo cuenta a sus amigos que, cuando apenas tenía un par de años de edad, me llevaba al béisbol con él. Me pasaban de jugador en jugador, como una mascota que no sabía de deportes, ni de lo que era ganar o perder. Entre esas historias, mi padre relata que un día, al final de un partido, los jugadores me dieron cerveza. Primero para que la probara, pero después más porque la pedía. Entre risas, mi padre cuenta que cabeceaba camino a casa, borracho sin saber por qué, sin consentimiento, un bebé ebrio para la diversión de los mayores. No tengo memoria de esto, pero creo que es la razón por la que siempre me ha gustado la jarra.
Durante los años 80, durante mi niñez, el béisbol fue sacudido por la Fernandomanía. Un hombre de Sonora, México, que no hablaba inglés, de cuerpo robusto, pelo negro, lacio, y piel morena, ganó el premio al Novato del Año y el Cy Young. El reconocimiento más importante que puede recibir un lanzador en las Grandes Ligas. Fue el primero en la historia en ser galardonado ambos premios el mismo año. Desde la llegada de Fernando Valenzuela, los Dodgers se convirtieron en el equipo de los mexicanos. Ver a un paisano jugar con gringos, poncharlos, ganarles, era algo que no habíamos visto antes. En los Estados Unidos de los 80s, los mexicanos existíamos solo en los márgenes, pero el Toro Valenzuela nos puso en el centro. En el Chavez Ravine, el estadio donde los Dodgers habían removido a la fuerza a familias enteras unas décadas antes, los mexicanos rompieron récords de asistencia por casi dos años. Fernando Valenzuela era una estrella, y para mí se parecía a mi padre, mi primer ídolo, después el pitcher se convirtió en el segundo.
Ya en la adolescencia jugaba en varias posiciones, en ligas de distintas edades, y entrenaba varias veces por semana. Realmente disfrutaba mucho el juego, sin embargo no tenía un talento excepcional, pero le ponía mucho empeño. Tenía algunas aptitudes; era hábil en el infield, y aunque no tenía un brazo potente, jugaba bien. Era más bien un pelotero promedio, y lo sabía. Nunca tuve la ilusión de ser un beisbolista profesional; era un deporte que disfrutaba, pero lo mío era la camaradería y la carrilla.
Cuando emigré a Estados Unidos y nos separamos de los campos de beis y de mi papá, empecé a seguir a los Diamondbacks, el equipo de Arizona. De hecho, en 2001, y con apenas un par de años de existencia, llegaron a la Serie Mundial. Fue el año en que ocurrió el ataque a las Torres Gemelas, y todo el país estaba con los Yankees; nuestro nuevo equipo parecía David contra Goliat. A mí, la verdad, me emocionaba que los cascabeles fueran campeones. Eran el underdog, y ver a Randy Johnson pichar era toda una experiencia.
Mi primo Peque y yo estuvimos más de 24 horas en fila con la intención de comprar boletos para la final. Queríamos ir al sexto juego, pero estando allí, sentados, esperando que abrieran la taquilla, la gente empezó a decir que los iban a revender, que muchos pagarían un buen dinero por ellos; bueno, algunos, nosotros ni siquiera sabíamos que eso era posible. No fuimos al trabajo, y yo no fui a la universidad, emocionados por comprarlos, sin siquiera saber cuánto costaban los boletos. Llegamos a la taquilla al día siguiente, y nos dijeron que se habían agotado las entradas para el juego seis, pero que habían abierto ventas para el siete, el cual todavía no estaba confirmado. Así que compramos tres, a $60 cada uno. Era todo el dinero que teníamos, y nos fuimos contentos a casa.
Los Diamondbacks extendieron la serie tres a tres después de ganar el sexto juego. El último partido de la temporada, para el que teníamos tickets, definiría al campeón de la Serie Mundial. Mi primo y yo fuimos al estadio con la intención de entrar. Pero estando ahí preguntamos a la gente que revendía en cuánto daban los suyos, y vendimos los tres en $300 cada uno. Vimos el juego en la tele, en casa de un amigo, y esta fue tal vez la primera vez en nuestras vidas que recibimos tanto dinero en efectivo. Celebramos mucho el campeonato de los Diamondbacks. Todavía recuerdo el hit de Gonzo y cómo explotó la ciudad en un júbilo que no hemos vuelto a saborear.
Tal vez me guste el béisbol por la nostalgia. Lo jugaba mucho de jóven, y los domingos era el batboy en la liga en la que manejaba un equipo mi papá. Cada semana y rodeado de peloteros excelentes, algunos ex-profesionales, aprendí sobre la estrategia. Ahí fue donde entendí que para ganar, el manager y los jugadores tienen que analizar las probabilidades de lo que sigue, tomando decisiones basadas en datos de jugadas pasadas o tendencias del juego.
El béisbol es un deporte que desafía la paciencia de muchos. Tiene la fama de que los juegos son muy largos (aunque en los últimos años se han reducido las horas con nuevas reglas), pero es que el beis toma tiempo porque no tiene un reloj marcando los minutos. No hay nada que lo apresure como sucede en otros deportes, y eso me gusta. Es uno de los pocos momentos en los que no sé cuánto tiempo voy a invertir en algo. Es un placer ver a los equipos intentar ganar, avanzar en las bases o quedarse en el dogout. Lo que sea que nos regale el juego, pero todo a su tiempo, y nunca con empates.
Cuando llegó el 2010, en medio de la SB1070, no tenía tiempo ni el interés para ver el béisbol en Arizona. Había protestas, demandas, reuniones de planeación, y tanto sucediendo, que los deportes eran lo que menos importaba. Además, los Diamondbacks, mi nuevo equipo, fueron la única franquicia deportiva local en no unirse en solidaridad con el movimiento en defensa de los derechos de los inmigrantes. El dueño de aquel entonces continuó aportando donaciones a los que crearon y apoyaron la ley, y se mantuvo al margen de criticar la política draconiana de los Republicanos. Por otro lado, el equipo de baloncesto, los Suns, se declararon públicamente en contra de la ley, y su jugador estrella, Steve Nash, dio una conferencia de prensa en oposición. En esos días supimos quién estaba de nuestro lado, de los inmigrantes, y no fueron los Diamondbacks, así que desilusionado prometí nunca jamás apoyar al equipo local de béisbol.
Hace apenas unos años me volví a interesar por el rey de los deportes, y como necesitaba un equipo, lo más natural era volver a las filas de los Dodgers. Me gusta su historia, una en la que desde su creación fueron un equipo de la clase trabajadora. Durante la era de segregación, fueron ellos quienes rompieron la barrera racial contratando a Jackie Robinson, el primer jugador negro en las Grandes Ligas. Los fanáticos son en su mayoría mexicanos y sus descendientes, y la verdad, apoyarlos me hace sentir parte de algo más grande, de una memoria familiar y comunitaria. Es el equipo de mi casa, con él crecí, los conozco, así que ahora no me pierdo sus juegos.
Dicen que los deportes son una de las únicas maneras en la que los hombres expresamos nuestros sentimientos. Es por eso que habemos tantos fanáticos. Es una válvula de presión que nos permite sacar lo que llevamos cargando, una oportunidad de mostrar tristeza, coraje, decepción, y casi nunca tener consecuencias reales.
Para mi, el béisbol es un deporte que me traslada a mi juventud, me recuerda de algunos de los mejores momentos en mi infancia, de las celebraciones de pueblos enteros al final de un partido. Ahora, aunque ya no lo juego, aún me escapo a las jaulas de bateo de vez en cuando. Ahí me doy cuenta que la mecánica que aprendí de niño no se olvida, que todavía puedo macanear, como dicen los beisbolistas, y que sentado frente a una tele, disfruto de sus nueve entradas, de las posibilidades, de que hiciera yo como jugador o manejador al mando.
Cada vez que ganan los Dodgers, o cuando veo a mexicanos en las gradas, me acuerdo de mi padre. De cómo se mordía la lengua de emoción cuando ganaban, de los abrazos que repartía a la familia, de los attaboys y los high fives de los jugadores.
El béisbol es el único deporte que sigo. Sí, me encanta echar porras a México en el mundial de fútbol, y me subo al tren cada vez que un equipo local tiene suerte, pero al final de cuentas, siempre regreso al deporte con el que crecí. A las memorias, a un deporte de paciencia, memoria y constancia.
¿A ti te gusta algún deporte?, ¿has pensado en por qué sigues a un equipo, y qué dice esto de tu identidad o tu desarrollo?
Espero leerte, y ¡encontrar a más personas que sean de los Doyers!.
Muy bonito ensayo. ¿Cuándo vamos al beis juntos?