Foto: Jason Lopez
A veces siento que me falta el aire, como si un saco de cemento me apretara el pecho. Una impaciencia irracional me hace creer que me falta algo, que voy tarde, que no estoy donde debería estar, sino en lo que viene.
Hace unos años empecé a notar esta condición crónica: un estado de alerta y ansiedad que creció después de la pandemia. Se ha intensificado con la capacidad de tomar el celular en cualquier momento, con la necesidad de completar pensamientos, de buscar confirmación en Google, o con el intento constante de recordar tareas pendientes y comenzarlas, anotarlas, o imaginar escenarios posibles. Es una búsqueda alimentada por el ego, la insuficiencia y la ansiedad.
Entonces respiro, cuando lo noto, respiro profundo. Suelto el móvil, percibo colores y sonidos, me recuerdo de mi forma física, de que estoy aquí, en este lugar.
Acabo de cumplir 42 años, y es cierto lo que me decían, que la experiencia de la vida ayuda a ver las cosas con más claridad. Sin embargo seguido me encuentro con novedades que no sabía de mi, o que no había notado, y estoy aprendiendo a vivir con el entendimiento de que siempre será así. Esa es la condición humana: seguir poniendo atención para intentar cada vez ser más libre.
Uno de esos nuevos aspectos en mi comportamiento es el peso de la impaciencia. Siempre he vivido a prisa, de hecho, es una de las razones por las cuales soy una persona creativa y que resuelve. Desde chico, al aprender a navegar la violencia, enfrentar hostigamiento o la privación de libertad, desarrollé la capacidad de estar siempre alerta, anticipándome para protegerme. Esa habilidad de adaptación se convirtió en un superpoder, y a veces pienso que, si hubiera vivido en total privilegio, nunca hubiera sabido como navegar el cambio o la incertidumbre. Pero ya no estoy en constante peligro, y esa capacidad de reacción no necesita estar siempre en control de mi sistema nervioso y de mi ser.
No había escrito en La Bella Práctica en algunas semanas. Me di permiso de hacer una pausa y volver a comprometerme con el objetivo primordial de este boletín: practicar la escritura y compartir pensamientos. Antes del descanso, trabajé en una serie enfocada en la participación cívica y en algunos de los elementos corruptos del sistema político de los Estados Unidos, pero también escribí de la esperanza y la creencia de que podemos cambiar la situación social que vivimos.
Sin embargo, al prepararme para el regreso, noté que casi todo lo que había compartido en las últimas semanas provenía de la opinión, de la razón, escribiendo solo desde la cabeza. Estoy trabajando en una novela, y para poder enriquecer mi escritura, debo balancear la calidad de la historia con el sentir de sus personajes. Al enfocafme tanto en sistemas y sociedades, me desconecté de esa segunda parte, de los sentimientos, y comencé a escribir de manera mecánica. Me aburrió lo que escribía, y quiero cambiar eso.
Escribir siempre ha sido una terapia para mí. Desde los diarios que lleno cada noche con reflexiones sobre el día, hasta pequeñas notas que apunto en mi celular durante la jornada de trabajo o en momentos de contemplación. Escribir me calma. Y como lo he estado practicando más, me he dado cuenta que estoy viviendo a un ritmo acelerado, y necesito encontrar maneras de escuchar las voces de los personajes que estoy desarrollando. Así que, en las próximas semanas me voy a enfocar en eso, en lo que llevo dentro, en los temas que me complican, que me definen y que necesitan de mi total atención, y practicar así el desarrollo de sentimientos de mis personajes.
Foto: Luis Ávila
Tuve la gran suerte de celebrar mi cumpleaños con un grupo de amigos en Colombia. La primera noche que llegamos a Medellín, nos organizamos para cenar juntos. Fuimos a un restaurante que nos habían recomendado, y como típicos turistas estadounidenses, queríamos todo de inmediato. Pedimos que nos sentaran rápido porque teníamos hambre, que nos atendieran para ordenar tragos, y que todo lo que necesitábamos estuviera a nuestro alcance. Este comportamiento tan gringo, que rara vez noto hasta que estoy en otro lugar, fue detectado por la persona que nos recibió. Mirándonos a todos, nos dijo: "Paciencia, sin afán". Uno de mis amigos nos recordó que la prisa con la que vivíamos, y con la que llegamos, no era la velocidad a la que estaba acostumbrada la gente que nos recibía. "Sin afán", repetimos todos. Y esa frase se convirtió en nuestro mantra, un recordatorio para calmarnos, para vivir con lo que hay, sin prisa, sin afán.
La Organización Mundial de la Salud define la ansiedad como una preocupación excesiva y persistente que interfiere con la vida diaria de una persona. Reporta que los trastornos de ansiedad afectan a casi 300 millones de personas en todo el mundo. Curiosamente, los países económicamente más desarrollados, como Estados Unidos y los países europeos, son los más afectados, con casi el 20% de su población sufriendo de estos trastornos. Esto sugiere que los bienes materiales no están necesariamente relacionados con el bienestar mental, o que en otras regiones del mundo hay poco acceso a evaluaciones psicológicas, lo que podría subestimar la magnitud del problema en los países en desarrollo. Desde 2020, tras la pandemia de COVID, los niveles de ansiedad reportados globalmente han aumentado. Las consecuencias de esta tendencia van desde enfermedades psicosomáticas—causadas por el estrés asociado con la ansiedad—hasta un incremento en las tasas de suicidio entre jóvenes y comunidades afectadas por desigualdades económicas y grupos racializados en Estados Unidos.
A nivel personal, he notado un aumento en mis niveles de ansiedad. No es que no la haya experimentado en mi juventud, pero tal vez ahora soy más consciente de su presencia, y que su persistencia a veces impacta la posibilidad de sentirme en paz. También personas a mi alrededor me comparten que sufren de ansiedad constante; algunos incluso batallan con depresión o evitan el contacto social, alejándose de la vida en comunidad, dado a que empeora su sentir de preocupación y estrés.
En el ámbito profesional, trabajo con líderes de organizaciones y personas dedicadas a la defensa y avance de los derechos civiles. Lamentablemente, la ansiedad provocada por lo que parece ser un mundo fuera de control es bastante común en nuestra industria. Tanto en la búsqueda del cambio social como en nuestras vidas privadas, la realidad es que no tenemos control sobre nada. Como decimos, podemos prepararnos para lo peor y esperar lo mejor, pero aun así, el mundo está en medio de una transición, y el cambio constante es inevitable, especialmente con las condiciones climáticas y políticas que enfrentaremos en las próximas décadas.
A veces, la ansiedad también se manifiesta como la necesidad de estar informado de todo, de conocer cada detalle, buscando claridad a toda costa. Esto es muy común entre personas con educación formal, quienes pensamos que la información nos liberará, olvidando que nadie sabe el futuro y que todos estamos simplemente haciendo lo mejor que podemos para descifrar cómo seguir adelante, lo cual es totalmente suficiente. Sin embargo, la obsesión por la certeza nos lleva a evitar riesgos, temiendo equivocarnos, y imponiéndonos la presión de evitar el fracaso o la pérdida.
En mi experiencia personal, estos comportamientos son un producto de vivir en un mundo dominado por la codicia desmedida, en el que "tener" se convierte en el objetivo: poseer lo material, lo circunstancial, todo lo que está a nuestro alrededor. Todo debe estar bajo nuestro control. Y como la vida nunca es así, vivimos en constante decepción, atrapados en un ciclo vicioso que nos empuja a estar siempre preparados y apresurados para encontrar certezas, para convertirnos en enemigos del cambio. Así, nos sumergimos en la miasma del statu quo, sin levantar sospechas ni preguntas, viviendo con miedo y buscando consuelo en sustancias o comprando lo que deseamos.
Los temas de salud mental son complejos, y cada persona los vive desde su propia experiencia y sus propios retos. Yo, por ejemplo, tengo el gran privilegio de poder trabajar con una psicóloga que me ayuda a ponerle nombre a las cosas: a identificar lo que siento, cuándo lo siento y cómo poder modularlo. La terapia no es una solución para todos, pero a mí me ayuda a procesar, a hablar en voz alta con un adulto que no tiene un interés personal en mi vida. Sin embargo, lo que más me ayuda son las prácticas diarias: mantenerme activo físicamente, ser consciente de lo que como, de las consecuencias emocionales del alcohol u otras sustancias, y de la gente a mi alrededor. Reflexiono sobre cómo absorbo o simplemente observo las energías de otros ansiosos.
También es cierto que hay personas que ni siquiera tienen la posibilidad de sentir la ansiedad, porque se ha amalgamado tanto a su ser que ya no es notoria. La gran inequidad en el acceso a servicios de salud mental es uno de los mayores retos que enfrentamos como sociedad. Aunque se han logrado avances en la reducción del estigma asociado a los trastornos psicológicos, seguimos viviendo, especialmente los hombres, en una sociedad que nos enseña que no sentir es lo que define a un "macho." Se nos dice que reprimir sentimientos, o incluso tener el tiempo o la intención de sentir algo, no es lo que se espera de un hombre. Que estamos aquí solo para producir y proteger, como si fuéramos bueyes tirando del arado o pistones en un motor, simplemente haciendo el trabajo, sin sentir y sin hablar de ello.
A veces, estos pensamientos también me invaden. La culpa por querer cuidar las partes más suaves de mi ser me hace castigarme a mi mismo, diciéndome que soy demasiado sensible o que no tengo tiempo para calmar mi sistema nervioso, para relajar los hombros, sentir mis pies en la tierra y notar mi entorno. Vivir de esta manera ha afectado mi capacidad de realmente escuchar a los demás; a veces me encuentro ausente, esperando lo que voy a decir en lugar de estar presente en la conversación. Puedo pasar por la vida distante de mí mismo, de mi cuerpo y de mi presente, me hace menos perceptivo a lo que me rodea, a las necesidades y virtudes de mis seres queridos, colegas o amigos. Desconectarme de mi ser me aleja de mi esencia, de esa parte sagrada que siempre he tenido: del ser cariño, paciente y generoso.
No sé sobre qué escribiré la próxima semana, pero lo haré desde mi interior. Tal vez ayude a que otros compartan también sus propias luchas o lo que han notado de sí mismos. Tal vez te anime a que me compartas lo que piensas o lo que recomiendas y así me ayudes a escuchar las voces de mis personajes más claramente. Así que seguiré practicando, intentando compartir lo que escucho cuando callo, cuando contemplo, cuando vivo sin afán.