Fotografía: Luis Ávila
Mi abuelo tiene 95 años, y sigue siendo un hombre entero, vivaz, fuerte —aunque ya cansado. Nuestras últimas conversaciones giran en torno a las habilidades que ha ido perdiendo con los años. Sus pies parecen hacer lo que quieren, pero su mente sigue completa, con todo y su entrañable vanidad.
Desde que tengo memoria, mi abuelo ha sido todo un catrín. No un dandy de ropas finas y estrafalarias, sino un hombre con gran dignidad: siempre perfumado, el cabello engominado, y la tejana enmarcándole el rostro y la nariz aguileña.
Es un hombre de pocas palabras y muchas historias, particularmente sobre la música, y sobre cómo ha sido un testigo directo del desarrollo de la banda sinaloense.
A lo largo de los años he ido recogiendo retazos: imágenes que describe, apuntes que tomo durante mis visitas a su pueblo natal en la sierra, canciones… y, tejiendo estos pedazos, he ido armando un relato de cómo se conocieron él y mi abuela María.
Comencé este texto hace algunos años, cuando escuché sobre el “pasado especulativo”: una herramienta literaria que no se usa para probar un hecho, sino para imaginarlo o conjeturarlo. Así que decidí escribir un relato corto basado en algunos recuerdos reales, e imaginar lo que pudo haber sido la juventud de mis abuelos.
En celebración del Día del Padre, y en honor a mi familia, les comparto la primera parte de El Huilo, el cual revisité hace unas semanas en el taller de Ana Lissardy. Espero que lo disfruten.
La Bella Práctica es un espacio en el que practico la escritura, y promuevo a otros que hacen lo mismo. Si quieres compartir lo que creas, mándame un mensaje. ¡Me encantaría leerte!
El Huilo
El Huilo se despierta antes de que los gallos canten. La madrugada tiene una voz particular, como si también durmiera e invitara a que los grillos comiencen a guardar su llamado, dándole el relevo a las aves. Son ellas las que le avisan al mundo que ahí viene el sol.
El Huilo se sienta en el catre de lino y madera, haciéndolo rechinar. Se frota los ojos y espera a que se acostumbren a la oscuridad.
El cuarto donde duerme es de adobe, y el piso, de tierra dura, aplanada por el tiempo, por los muchos pasos de sus hermanos y por el agua que su madre echa todos los días. La mañana huele a humedad, y afuera los perros le ladran a la noche para que se vaya.
Se pone un pantalón gris que era de su padre, se amarra la cintura con un mecate trenzado y mete los brazos en las mangas de una camisa pulcra que huele a tres días de sudor. Antes de enfrentarse al exterior, toma con cuidado la bacinica de debajo del catre y sale a tientas para no despertar a sus dos hermanos.
El cuarto está al fondo de un patio largo, de tierra oscura y árboles frutales que parecen estirarse en preparación al alba. El Huilo vacía el contenido en un hoyo profundo en el costado del patio y, con una jícara, toma agua de la pila para lavarse. Es la parte que más disfruta en las mañanas: sentir el agua fría en el cuerpo, encorvándose, tallándose el cuello y mojándose el pelo. Sólo se escucha el agua cacheteando el suelo, y sus manos frotándose el rostro. Con el dedo gordo, se cubre la fosa nasal derecha y sopla fuerte por la nariz: “pfff”.
Se abrocha la camisa y camina hacia la casa grande aún a oscuras. Sus pasos son medidos, para que sus huaraches no rechinen al entrar a la cocina. Abre un jarrón de arcilla y, con una taza de metal que cuelga de la pared, se sirve agua fría. El sabor a tierra del agua siempre le ha gustado. Aun de viejo, muchos años después, tendrá un jarrón en su cocina. Aun cuando existan filtros y refrigeradores que dispensen agua, cubos de hielo y garrafones, El Huilo destapará un jarrón por las mañanas y se servirá agua fresca.
Escucha el movimiento que viene del cuarto de sus padres. Distingue el sonido de los cerillos prendiendo una lámpara de gas y se queda parado en completo silencio. Si el que aparece de la oscuridad es su padre, se irán de inmediato; tal vez ni siquiera alcancen a comer tortillas. Pero si es su madre, hasta frijoles y queso podrían bendecirle el día.
Reconoce los movimientos de su padre: las chanclas pesadas, arrastrando el amodorre. Al distinguirlo en la oscuridad, el viejo hace un ruido que suena como “Quep”, como diciendo toda una frase completa —“hola, buenos días, qué gusto verte”— de manera muy comprimida. El Huilo le sonríe y siente el calor de la lámpara iluminarle la cara. “Hazte un café”, le dice su padre.
Cuando se calienta el agua, echa el café molido a la talega, un artefacto que parece una calceta sucia con un aro de metal en la boca, quiebra un pedazo de piloncillo y vierte el agua caliente, asegurándose de que el chorro empape el café. El vapor perfumado le hace cerrar los ojos, pero nunca derrama una gota. Sus manos firmes siempre han sido las favoritas de su padre; por eso le había dado la trompeta a los ocho años, porque había visto la confianza con la que movía sus dedos cuando ayudaba a pelar elotes o tejer mecate.
Su padre se pone el sombrero, carraspea alistándose para el día, toma la guadaña y dice: “Despierta a tu hermano Sergio, que vamos a necesitar manos. Dile que se apure pa’ llegar antes de que se caliente.”
En el camino van los tres callados. Se escuchan solo los huaraches de baqueta crujir en la tierra seca. La labor está a media hora de camino. Tienen que pasar por el centro del pueblo, bajar por una cañada y cruzar el río. Esas tierras habían sido de su abuelo, un hombre que llegó a la sierra después de la batalla de San Pedro, en la que unos 250 hombres vencieron a 800 franceses que llegaron en barco a la playa de Altata, en 1864. Su abuelo, a quien nunca conoció, tomó su caballo, la paga que le habían ofrecido y, queriendo deshacerse del salitre de la guerra, eligió el camino contrario, buscando monte y aire limpio. Este pedacito montañoso ha sido cultivado ya por tres generaciones, cada una arrancando de la tierra maíz, frijol, calabaza y café.
Llegan cuando apenas sale el sol. El cielo ya no cuenta con el morado de la noche, y su padre les da las órdenes del día. Hay que limpiar los surcos, cortar leña y revisar los granos de café que están secando para vender en el pueblo.
Su padre es un hombre estoico, pero muy cariñoso. Nunca les puso una mano encima, y cuando les habla, los mira a los ojos, como si sus palabras fueran hechas nada más para ellos.
En una caja forrada de piel, su papá guarda una trompeta que había sido de su padre. Cuando llega la hora de comer, saca una boquilla del bolsillo y la sopla, haciendo ruidos que parecen canciones gangosas, como una corneta triste. Después saca la trompeta del estuche, envuelta en un paño blanco, la desenrolla con mucho cuidado y le pone la boquilla. Sergio y el Huilo escuchan a su padre practicar nuevas piezas todos los días: valses, boleros, marchas, canciones que le piden a la banda en la que toca en fiestas y reuniones.
Al terminar su práctica, sacude la trompeta para sacar los excesos de saliva, la limpia con el pañuelo y la guarda de nuevo en la caja. A veces se sienta escuchando el silencio, y en él: los cuervos, el viento y las canciones que regresan con él.
Vuelven al trabajo sin mencionar nada. Su padre no los deja escuchar música: prefiere el silencio, y si alguno de ellos canta o silba, les dice que se apuren, que tienen que terminar sus deberes. La música es nomás para él, y para los que pagan por escucharla. Es un lujo, algo que se disfruta solo en el ocio, no en el campo, doblados, con la espalda mojada y las manos callosas. La música no la entienden todos, y él no se la quería explicar a nadie.
Al Huilo le gusta la trompeta. Cuando su padre se va al pueblo a vender en días de plaza, la saca con mucho cuidado de la caja, se sienta con la espalda recta, aprieta la boca y marca el ritmo con el pie. El sonido es muy claro: toca sin hacer muecas ni inflar los cachetes. Las notas de Noche azul, un vals que le piden mucho los copetones en días de feria, se escuchan rebotar en las montañas de la sierra.
Del castillo, la tapia escalar,
De la noche en la dulce quietud,
Tu perfume divino aspirar,
Ver tu juventud,
Tu frente besar…